El carro enrumbó por la avenida llena de árboles.
En el trayecto, Sebastián se quedaba observando cómo se mecían de un lado a
otro. Las hojas secas giraban en espiral al pasar mientras la tarde terminaba
tiñendo de naranja el cielo. Solía dejar sus muñecos en la guantera del asiento del copiloto. Pensaba si dentro estaba uno que recién había obtenido de la colección de G.i. Joe. Estiró la mano y presionó el botón.
- - No abras eso - su padre le increpó.
- Quiero
ver si esta mi muñeco, pa - contestó Sebastián mirándolo consternado.
No solía levantar la voz a menos que este amargo, y menos a él que era su
engreído porque contaba con ciertos privilegios a comparación de sus hermanos que debían lidiar con la
personalidad seria y firme de un hombre formado en la marina de guerra de su país. Su mirada se
dirigió hacia el camino que seguían.
- Tengo unos documentos que son de la oficina. Sólo para
personal militar, dijo su papá.
La luz cambió y el pie lentamente pisó el
acelerador. Mientras se acercaban al teléfono público ubicado en un callejón a
una cuadra antes de la intersección de las avenidas Magee y Castor, Sebastián
recordaba que tendría que matar el tiempo por una hora aproximadamente otra vez.
Conocía los alrededores lo suficiente: el parquímetro descompuesto, las antenas
parabólicas de los bares en los techos, el bonsái a la entrada del
pórtico de la casa cruzando la calle, la oscuridad del callejón.
- - Quédate
aquí. Ya regreso, dijo su padre y cruzó la calle.
El cambio del día a la noche le parecía
aburrido. Tenía que hacer algo en esa transición: en casa se ponía a hacer la
tarea encerrado en su cuarto. Le parecía que cuando llegara a adulto no le
afectaría tanto porque su padre no llegaba pasadas las siete, a pesar de
trabajar a un kilómetro de su casa en una zona tranquila donde no había tráfico
salvo que alguna ardilla cruzara la calle. Pensó que los mayores preferían la noche para empezar a hacer sus cosas, a ser ellos mismos luego del trabajo; en su caso, era la mañana. Su padre cruzó la avenida y
se acercó al teléfono buscando en sus bolsillos monedas mientras Sebastián se
impacientaba por ver si Sci-fi, uno de sus preferidos, estaba en la guantera. Miró
hacia afuera y allí permanecía su papá vestido con jeans blancos, botas negras
y camisa manga corta azul marino con líneas grises que daba la impresión de ser
un televisor sin señal que debes golpear para que la imagen regrese. ¿Cuándo
papá había dejado de vestir los pantalones de tela y sus guayaberas?, pensó.
Desde
el interior, Sebastián veía que su padre no dejaba de sonreír. Ciertamente, la
conversación que tenía lo ponía contento, y de alguna manera, sentía que su
nueva forma de vestir estaba relacionada con estas llamadas que hacía antes de
salir a pasear por los parques- bosques, ir al cine o comprar un nuevo juguete
como lo harían luego: la pista de carreras que había visto en Just toys la
semana pasada. - Yo siempre cumplo lo que digo-, decía su papá, y siempre era
así.
El hastío comenzó a colmar su paciencia.
El interior del carro no era precisamente un simulador de naves espaciales ni
el Cóndor, la moto- helicóptero de M.A.S.K.
Miró hacia afuera una vez más y su padre, ahora dándole la espalda, cruzaba la
pierna apoyándose en el teléfono. Era la ocasión para observar si encontraba
algún muñeco dentro. Abrió la guantera, observó sin
mover los papeles que contenía, pero no lo halló, salvo unas fotos. En ellas,
su padre al lado de una mujer abrazados cerca a una piscina; en otra, dentro de
un centro comercial; la otra, con una niña que no parecía ninguna de sus
hermanas; y la última besando a aquella primera mujer. Consternado y con miedo,
colocó las fotos tal cual estaban, pero no podía entender que significaba todo
esto.
- - ¿Cómo se llamaba esa pista de carreras? ¿dónde la vimos?
Creo que era en Just toys, ¿no?, dijo su padre al abrir la puerta. ¿Vamos para
allá o quieres ir a Mc Donalds? Decide de una vez porque ahora que he hablado
con el comandante quiere que le envie unos archivos pendientes.
- - Papá, ¿era el comandante con el que hablabas?, preguntó
Sebastián
- - Sí. ¿Por qué?
- - Porque sonreías mucho
- - Es que me estaba contando una anécdota que le ocurrió en
la oficina. Cosas de hombres mayores. Cuando seas grande, te contaré.
- - Te veías tan feliz…como en las fotos de la guantera.
- - Caramba, Sebastián ¿no te dije que no la abras?...bueno…rápido ¿quieres comer hamburguesas o esa pista de carreras? Sino, vamos a la casa…
- - No, no, no, pa. Vamos a Just toys. Esa pista se va a
agotar. Nadie la tiene en mi salón y quiero ser el primero.
- - Está bien, pero olvídate de las fotos ¿sí? No cuentes
nada en la casa.
- - De acuerdo, pa.
Los faroles de los carros acercándose
diminutos a lo lejos como luciérnagas iluminaban apenas la calle angosta del
conjunto de hoteles en donde vivían. El padre estacionó el carro, cerró las
puertas presionando el botón delantero y se acercó a su hijo abrazándolo por la
espalda mientras él cargaba la caja de la pista de carreras que le prometió.
- - Enséñale a tu mamá tu regalo. La armaremos después de
cenar.
- - Gracias, pa.
- - No te olvides de tus estudios. Eso es primero, luego es
la diversión. Que quede entre los dos lo de las fotos ¿ok, hijo?
Sebastián asintió con la cabeza. La puerta
del elevador se abrió y entraron. Una vez dentro volvió a sentir esa desazón
que tuvo al ver esos rostros extraños, y ya no quiso más cargar la caja de la
pista de carreras. Por un instante, se le cruzó por la mente dejarla, pero su
padre había gastado dinero en ella. Además, sus amigos no tenían una. Se aferró
a ella otra vez. Salieron del elevador. Su padre adelantó el paso pero el
caminar de Sebastián se tornó lento, como si la caja del regalo ahora pesara
mucho más conforme iban llegando al hogar. Dos metros de distancia los
separaban al hijo y al padre en el corredor, una distancia que nunca había
estado presente se materializaba. El niño levantó los ojos, miró a su padre,
y veía como su figura se iba alejando perdiéndose en el camino hasta volverse minúscula,
casi imperceptible si es que no lo asociaba a lo que pesaba ahora más que
antes. Al voltear a ver la pista de carreras, observó que el tamaño era el
mismo porque sus regalos siempre iban creciendo.
- - Papá
- - ¿Si hijo?
- - No
era el comandante, ¿verdad?
- - No…no era él
- - ¿Puedes prestarme las llaves del carro? Olvidé mi libro
dentro. No me demoro.
Bajó por las escaleras rápidamente. En el
lobby, saludó al conserje que limpiaba la alfombra mientras Hisoka corría
desnudo riéndose y su pañal tirado en el piso. Era la hora del baño tal vez porque
la madre llevaba una toalla en el hombro tratando de atraparlo utilizando el japonés.
Sebastián abrió la puerta. Afuera, el viento empañaba las lunas. Miró a ambos
lados antes de cruzar y dirigirse al carro. Las llaves solo fueron un pretexto.
Se acercó a la puerta del asiento donde siempre esperaba a su padre y, con
todas sus fuerzas, pisó con rabia la estructura de metal dejándolo hundido. Su rostro enfurecido y la respiración acelerada expresaban su ira. No pudo soportarlo más. Al final, sus ojos se dirigieron hacia el cielo y suspiró.Volteó la mirada. Por una de las ventanas del corredor del hotel, su padre cargaba la pista de
carreras con el rostro desencajado. No dijo una sola palabra. Desanimado, Sebastián cruzó la calle e ingresó al
edificio.
El motor de un carro estacionado empezó a andar. Dentro del vehículo, una figura femenina que había estado observando al niño sólo atinó a sonreír. Era tarde ya.
El motor de un carro estacionado empezó a andar. Dentro del vehículo, una figura femenina que había estado observando al niño sólo atinó a sonreír. Era tarde ya.