Era tarde, creo, ya era muy tarde. Las aguas se agitaban
violentamente, mientras más allá, mi padre conversaba alegre bajo el sol de
aquel verano. El viejo nunca se daba por vencido: sonrisas cómplices, mi madre
en casa, mujer en bikini. Era solo cuestión de tiempo. Las risas de adultos,
los chapoteos infantiles, el olor a coco sobre cuerpos pálidos, escenas de una
misma estación que no olvidaré. El pataleo incrementaba, y la conversación entre
ellos era demasiado amena para ponerle fin.
Pisé en falso y comencé a caer. El vaivén del agua no
causaba alarma, ahora con más violencia. Por dentro, el temor y la tristeza
crecían. Todo afuera se mantenía como un cuadro de naturaleza muerta. Alcé la mirada
y una luz brillante y blanca permitía apreciar el rostro iluminado de San
Pedro, que extendía su mano. El cabello blanco, los bigotes, la barba, la
túnica blanca que lo cubría, era igual a la figura de la estampita que utilizo al
rezar antes de dormir. Era tarde, creo, ya era muy tarde.
Ni el esfuerzo por sobrevivir, ni las aguas danzantes de
la superficie, ni el grito mientras me hundía podían detener el arribo de esa
imagen celestial. Dejé de batallar y las lágrimas se perdían en ese tanque
empozado; traté de agarrar la cuerda que dividía adultos de niños; miré, por
última vez, a mi padre que corría hacia mí. La vista inundada no me dejó ver
más.
Escuchaba voces a lo lejos que murmuraban. Una presión en
el pecho molestaba mientras trataba de respirar. Toqué la superficie y tenía
fin: no era líquida, no era vegetación, no era el fondo, no era el Paraíso. El
sol quemaba y el agua dejaba el cuerpo. Nuevamente, percibí el aroma a coco. No
estaba afuera, el juego no había acabado para mí todavía. “La próxima, no me
sigas al otro lado, sin saber nadar”, dijo ella sonriendo nerviosa. Era tarde,
creo, ya era muy tarde.