domingo, 2 de febrero de 2020

Inocente silencio


Solo, allí, tan quieto, tan estático dentro de esa caja, sin ganas de mirarte, pero debo porque pretender es lo que hemos tenido que hacer durante quince años las que ahora estamos a tu lado, mis dos primas y yo, de lo que tuvimos que olvidar para poder seguir. Y ahora que partes, no hay lágrimas sino lástima y cólera. Tuviste a la larga lo que diste. Los adornos florales llegan y esta casa, que alguna vez profanaste, ahora sirve de lugar de adoración. Llegarán de todas partes porque tus hermanos querrán saber de ti ahora que dejas esta tierra para saber cómo fue que te quitaron la vida.

Me encantaba jugar con los perros de la abuela, los tres chanchitos: Lola, Pipo y Cuqui. Era hora de su baño ese día y me ayudaste. Mi mamá trabajaba y en la casa habías venido a visitar. El almuerzo te lo serví porque mamá dijo que vendrías a comer y ayudar a bañarlos. Eras mi preferido por eso tenía todo listo para cuando llegaras. Comiste tan rápido que el baño de los perros lo hicimos de inmediato con la manguera en el patio de atrás. Aquel sol de febrero ayudó a secar el pelaje de los tres que, sin dudar, escaparon apenas le abriste la puerta. Había quedado empapada. Te vas a resfriar si te quedas con el polo y short húmedos y, allí sí, tu mamá me dirá mi vida, dijiste. Quítate la ropa y ponte esta toalla encima. Hazlo allí frente a mí. Nunca había escuchado una orden así de nadie, ni en el colegio a los profesores ni a mi mamá, pero viniendo de ti, que llevabas dulces en tu maletín cuando venías, que me dabas fuertes abrazos de oso desde que tenía diez años cuando venias a visitarnos de vez en cuando para no estar tan solas en la tardes no sonaba tan extraño. Quédate allí parada, todavía no te vistas, dijiste.

Tus ojos me miraban de arriba abajo. Me ayudaste a secarme, pero te tomabas mucho tiempo en hacerlo, me sentí incomoda porque allí no me había tocado nunca. Sentí que algo no estaba bien, pero tu cara de felicidad, ahora por mi pecho, me hizo devolverte el gesto. Sentía que tus manos apretaban partes que nadie lo había hecho. Subimos a ver a mis primas que veían Yo soy la comadreja. Te sentaste a su lado y empezaste a acariciar el cabello de Camila mientras que Silvia te empezó a hacer cosquillas allí en el medio del cuarto. Reíste y no dudaste en seguir el juego. Ella corrió riendo, tú atrás la alcanzaste y tiraste en la cama. Ella, encima de ti, reía disfrutando las cosquillas que le hacías tocando sus axilas. Mire tu rostro y tenias la misma sonrisa que tuviste conmigo. Ven a jugar, dijiste. Te respondí que no y me fui a mi cuarto a cambiar de ropa.

No me digas nada, viejo llorón. Por eso te vas a poner a renegar, por diez soles. Esos me lo debías de la otra vez que no pagaste las cervezas y yo puse por ti, vociferaba El cholo Segis a don Eduardo, molesto por estar perdiendo en el juego de tirar las monedas dentro del sapo. Lalo y Cenizo se reían. Era sábado por la tarde y como siempre se reunían en su casa. Su esposa había salido a ver a su comadre al mercado. Las cervezas venían y venían; al acabarse, una damajuana de vino empezó a servirse. El juego terminó en pelea, y caíste, y de allí no volviste más. Esos conocidos tuyos que frecuentabas desaparecieron dejándote en el piso de la quinta donde vivías. Los gritos alarmaron a los vecinos, pero ya era tarde. No se sabe en qué momento te fuiste. Todo fue tan inusual, tan fuera de lo común como cuando nuestros actos rebasan la línea de nuestra real personalidad y dejamos aflorar esas acciones que solo nosotros sabemos que poseemos pero todos ignoran, esa personalidad oculta que solo aflora entre las sombras, entre el silencio de cuatro paredes. Las investigaciones aún siguen para hallar al culpable de tu muerte, esa persona que puede destrozar la realidad y marcarte para siempre.

Las personas que llenaban la sala, entre familiares, vecinos y amigos tuvieron que hacer un espacio cuando ingresaron los encargados de llevar el ataúd. Las lágrimas de tus hermanos y hermanas eran sinceras; esas personas que te estimaron, las que alegraste la vida, y las otras que lastimaste, te recordarán por mucho tiempo antes que te esfumes de sus vidas. Camila alcanzó a tocar tu última morada, Silvia rozó tu ventana con la punta de sus dedos, y yo apreté la funda que cubría tu féretro. Todas nos miramos en un momento recordando los días contigo y que, desde ahora, debíamos de guardar un silencio aún más eterno del que hasta ahora tuvimos que ocultar, allí en medio de todos, pero solas y confundidas por dentro.