miércoles, 29 de junio de 2016

Conversación


Tienes que borrar esa mirada; es difícil, lo sé, pero aquí los dos, podemos seguir adelante. Si quiso irse, no te abandonó solo a ti sino a ambos. Seguro notaste su hartazgo cuando ya no quería salir en las mañanas a pasear. ¿Se citaba con alguien? ¿Hablaba con algún desconocido mientras paseaba contigo? Esa mañana, llegué del trabajo, y al ver las maletas, pensé que su madre había reñido con don Remigio. Esos dos nunca se entendieron, pero tratan de mejorar su situación por los hijos  cuando es imposible una vez que la infidelidad se descubre. La huella de un tropiezo es imborrable; por eso que dudaba de cuanto la quería, de mi actitud hacia ella, de cómo la engreía para que no deje de sonreír aún si las cosas no marcharan bien. Y tú llegaste para darme una mano con ese miedo que ella llevaba por dentro.

No te pongas así. Yo también la voy a extrañar. Sé que vas a recordar cuando regresaba del gimnasio, y juntas, corrían hacia el parque a jugar con Fe, tu pelota amarilla. En nuestro pequeño mundo, éramos felices los cuatro: ella, yo, tú y ese objeto circular que llegaste a adorar. Pecaba tal vez de cursi al hacer estos comentarios absurdos, pero sentía que si me lo guardaba, no era yo. Lástima que en ese paseo de invierno, Fe se quitara la vida: saltó hacia el mar desde el malecón. Quise reemplazar mi descuido comprando otra pelota, sin resultado alguno: habías perdido a tu mejor amiga. ¿Era el momento de que perdiera yo a la mía?

Entre las cosas que se ha llevado también están algunas fotos que mirábamos echados en la cama, ¿recuerdas? Te las mostrábamos mientras tú, ociosa, cansada y juguetona, revoloteabas generando nuestra alegría y fastidio a la vez. Esa foto en el bar de la calle Tres con Zignola por nuestro quinto aniversario, donde mi rostro presionaba su costado izquierdo y mi nariz, apretada y graciosa, hacía que se ruborice, o aquella otra, mirándonos cara a cara, después de haber presenciado El lago de los cisnes de Chaikovski donde interpretar a la princesa Odette, la principal en aquel maravilloso espectáculo de danza era uno de sus sueños postergados. Al llegar a casa, habías desordenado la cama y nos tardamos dos horas, ¡dos horas! en limpiar los restos de comida esparcidos por toda la habitación. No me pongas esos ojos porque sabes qué hiciste mal.


Todo eso debe quedar atrás, y es allí donde debe descansar, en el tiempo, donde dimos lo mejor de cada uno. Ahora, solo quedamos los dos. No pretendo devolverte al albergue donde te encontramos. Eras solo una bolita marrón que se envolvía en nuestras manos y lamias nuestros dedos con tu lengua. Debo confesarte que ella te eligió porque yo deseaba al bull dog blanco y rechoncho que habíamos visto al entrar. Tu rostro la cautivó, me dijo luego. Y te llegué a querer más con el transcurso de los días, meses y años. Eres su recuerdo en mi presente y contigo me quedaré porque ella no se ha ido, vive en ti; y así, en este camino desolado y frío que nos toca recorrer, seguiremos. Anda, ve, recoge a Fe ahora. No la hagas esperar. 

domingo, 10 de abril de 2016

Holanda




Querido amor,

Quizás estarás prendiendo tu computadora para revisar los correos que has recibido, algunos del trabajo para coordinar las reuniones con los directores de proyectos mineros; otros de amistades que buscan, tal vez,  algún consejo porque siempre estas allí cuando te necesitan, intentando mejorar sus ánimos, aun si el tuyo no sea el mejor. Lo hacías conmigo cuando estresado quería renunciar al periódico y echar todo por la borda. Esas personas se habrán percatado de esa disposición tuya, en estos tiempos donde solo se escucha, pero sin prestar mucha atención en realidad. Tu buen ánimo fue lo que me acercó a ti, esa paz que iluminas permitió iniciar una conversación porque nunca tuve el valor de intentarlo; esa vez, al verte dentro del autobús y compartir asientos fue la excusa para entablar la conversación que nos unió. Confieso que me tomó quince días averiguar en la universidad tu ruta e inventar ese encuentro fortuito.

Lo curioso fue conocer tu nombre: Holanda. Siempre me preguntaba sobre la historia detrás de su elección y el por qué llamarte como el país de los tulipanes, de los quesos, de Van Gogh, de la eutanasia. Me contaste que tu padre, admirador de la Naranja Mecánica del 74, lo eligió porque guardaba en la memoria a ese equipo de Cruyff y compañía que practicaba el fútbol total, llegando a la final de la copa mundial contra Alemania Federal, donde Beckenbauer era el capitán. Nunca imaginé que el destino me pondría rumbo a este lugar de molinos y campos de ensueño a encontrar la cura a esta enfermedad que me deteriora el cuerpo día a día. Tengo cáncer.

Los diagnósticos fueron desalentadores: la enfermedad se ha expandido por todo el estómago comprometiendo la vesícula, riñones e hígado. Mi repentina pérdida de peso confirma que por dentro el deterioro es inminente. El cansancio no permitía que cierre las ediciones de fin de semana cuando llegaba a casa solo a dormir, no sin antes evacuar con sangre. No era estreñimiento: el daño avanza acabando con todo a su alrededor, y debía callar y llevar por dentro el dolor que ya no las tendría a mi lado. Esta decisión no ha sido a la ligera sino pensando en ustedes, mi familia, que dejo porque quiero que me recuerden como fui y no el cadáver que me estoy convirtiendo.

Recordaré los momentos que vivimos juntos, como cuando me enseñaste a bailar salsa. El tener dos pies izquierdos había hecho que lo pensara dos veces antes de ingresar a la pista de baile. Supuse que no haría el ridículo como la vez que terminé arrastrado en el piso por la mamá de un compañero de colegio cuando vio que era el único sin bailar y se ofreció a ser mi pareja. “No se preocupe, señora. Estoy bien así.” dije pensando librarme de ella, pero fue en vano porque agarró mi mano y al oponer resistencia, jaló con fuerza y mis pies no reaccionaron al mismo tiempo que mis piernas, enredándome y tropezando. Una vez en el suelo, limpie el lugar con mi camisa. La señora se detuvo a los diez pasos que para mi fueron diez cuadras. No olvido las risas de todos hasta ahora porque, estoy seguro, que fue en ese momento donde la palabra vergüenza empezó a acompañarme. Fue atroz. Y en ese instante, que me ofreciste tu mano para poder bailar, se me vino todo a la cabeza. No importó nada. Me armé de valor y empecé a moverme a tu ritmo.

Era curioso porque decías que el baile no era tu fuerte, pero allí estabas siendo la reina de la pista. Las personas alrededor miraban tus movimientos que me dejaban consternado mientras trataba, sin efecto, de no pisarte. Discúlpame, reina, pero solo fue por casualidad, y, lo confieso ahora, por tu pasado bailarín, en parte. En un futuro, la pequeña tendrá la mejor profesora de baile, de eso estoy seguro.

Holanda, no pienses que las he dejado a su suerte. Encontrarás en la cuenta de ahorros que tenemos juntos, lo necesario para la educación de nuestra hija y su sustento. Les dejo la parte de la herencia de mi abuelo y los dos departamentos en San Isidro para que los alquiles como acordamos tiempo atrás. Siempre fuiste buena en llevar la economía de nuestro hogar a flote, y es ahora, donde necesito más de tu apoyo. Lamento no estar allí en los próximos cumpleaños de nuestra pequeña, pero no deseo que las dos me vean en un féretro lúgubre a punto de ser enterrado, sino que sepan que estaré con ustedes siempre que me recuerden, a su lado.

Han sido muchas horas de vuelo y estoy a punto de aterrizar. Recuerdo que mi padre vino alguna vez a este país y le encantaron sus calles. Decía que parecían extraídas de libros de cuentos. Camino al hospital las recorreré pensando en ustedes, mis amores. Será el camino más largo que tome antes de este profundo sueño inducido por químicos al más allá. Siempre te busqué, Holanda, y te encontré. Gracias por este cuento de amor que me hiciste vivir día a día a tu lado, y por enseñarme que los pies izquierdos tienen solución en la pista de baile.

Tuyo por siempre,

Pedro 

miércoles, 17 de febrero de 2016

La primera vez

Solo es abrir la puerta del cuarto y empezar a caminar. El vestido azul me queda divino, como los ojos de ese actor que no recuerdo su nombre. Si estuviera aquí, le pediría que me lleve de la mano por toda la avenida. ¡Y este laceado que ya lleva una semana! No puede esperar. Hoy es el día, pero aún no lo sé. Una vez afuera, el camino se hará más fácil, tal vez. Las chicas no pueden estar equivocadas.

Esas miradas odiosas no pueden seguir afectándome. Estoy bonita y no luzco mal, como dice Isidro. Si no estuvieras a mi lado, créeme, no tendría el valor de hacer esto. Seguiría metido en ese disfraz con el cual me conociste: zapatillas Converse, polos anchos, pantalón a la cadera, y el corte de Cristiano Ronaldo. Discúlpame, pero es verdad: es mi platónico, y lo sabes. No lo niego, siempre te lo digo, aunque lo odies a muerte, pero tú eres mi presente, y esto, lo hago por ti también. Detrás de esa puerta solo existe una realidad, que quizás sea cruda, pero yo estoy hecho para la adversidad, como cuando escape del centro de niños abandonados donde me dejaron a mi suerte. Entendí que el dolor, el llanto y la incomprensión caminarían a mi lado.

Cierro la puerta atrás mío y doy mis primeros pasos. No es una pasarela, pero me siento como una reina: solo me falta la corona. No mires hacia allá, baja la mirada que vienen dos señoras murmurando. Pasan por mi lado, me miran extrañadas, pero admiran mi cabello. Ya quisieran ustedes lo que a mí me sobra, pienso. Vayan a cocinar y alimenten a sus sacavuelteros. Solo sigue caminando, Tatiana, porque ahora Gustavo, ya no existe.

Unas cuadras más y regreso a mi cuarto a contarle a Isidro. No puede ser. Esos tipos de allí, ¡qué mal aspecto tienen! Voy a pasar sin mirarlos. “Cabro de mierda. Vienes a malograr el barrio. Lárgate de aquí, conchatumare”. Y las risas empiezan otra vez. No hagas caso, no te pongas triste, no lo hagas. “O corres o te lanzo la botella.” Agarré mis zapatos y cruce la pista descalza. El dolor, la realidad, la intolerancia no pueden derribarme. De todos los presentes, cerca a la panadería del señor Lung, donde acaba la avenida, nadie reaccionó. Ni una muestra de comprensión, solo rostros desencajados llenos de dudas pensando antes en el que dirán. Prefieren callar y evitarse malos ratos. Otra vez el odio, otra vez empezar la huida.

Mientras camino de regreso al cuarto, los silbidos burlescos, los improperios de esquina, los cuchicheos, las risitas venían siguiéndome por la avenida. Es difícil, pero no imposible vivir así, Tatiana. No dejes que esos te lastimen: ésta eres tú.
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No puede ser que la gente sea tan mala. Pobre chica. Esa botella pudo cortarle el pie, ¡y esas palabrotas que le dicen! No entiendo por qué nadie dijo nada. Si estuviera mi papá conmigo, le hubiera dicho que la defienda. Algún día se lo diré cuando regrese de su viaje. A veces lo extraño mucho ¿sentirá lo mismo? Seguro su papá tampoco está con ella, y en eso nos parecemos. Pasaré por su costado y le pondré la mejor sonrisa que jamás allá visto y sepa que no está sola, que yo la entiendo, que las personas solo son borregos sin amo: siguen a la manada. Unos pasos más. ¡Oye! tienes un vestido bonito, y tu cabello lacio ¡te queda perfecto! Cuando sea grande, lo tendré justo como el tuyo. Allí tienes mi sonrisa.
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Te vi mirar de lejos lo acontecido, y sentía que querías venir corriendo cuando crucé la avenida.  Ahora, caminas hacia mí con tu andar inquieto y tu rostro sorprendido ¿te burlarás también como ellos, como lo hacen cuando ven un bicho raro? Pero no lo soy. Es mi primera vez siendo yo, la que soy, y quizás no entiendas. No te asustes…. ¿Y ese rostro alegre? ¿Por qué me lo regalas, niña? No te conozco, pero gracias….gracias…..gracias, niña….por ser distinta…como yo. 

domingo, 31 de enero de 2016

El juego no ha acabado



Era tarde, creo, ya era muy tarde. Las aguas se agitaban violentamente, mientras más allá, mi padre conversaba alegre bajo el sol de aquel verano. El viejo nunca se daba por vencido: sonrisas cómplices, mi madre en casa, mujer en bikini. Era solo cuestión de tiempo. Las risas de adultos, los chapoteos infantiles, el olor a coco sobre cuerpos pálidos, escenas de una misma estación que no olvidaré. El pataleo incrementaba, y la conversación entre ellos era demasiado amena para ponerle fin.

Pisé en falso y comencé a caer. El vaivén del agua no causaba alarma, ahora con más violencia. Por dentro, el temor y la tristeza crecían. Todo afuera se mantenía como un cuadro de naturaleza muerta. Alcé la mirada y una luz brillante y blanca permitía apreciar el rostro iluminado de San Pedro, que extendía su mano. El cabello blanco, los bigotes, la barba, la túnica blanca que lo cubría, era igual a la figura de la estampita que utilizo al rezar antes de dormir. Era tarde, creo, ya era muy tarde.

Ni el esfuerzo por sobrevivir, ni las aguas danzantes de la superficie, ni el grito mientras me hundía podían detener el arribo de esa imagen celestial. Dejé de batallar y las lágrimas se perdían en ese tanque empozado; traté de agarrar la cuerda que dividía adultos de niños; miré, por última vez, a mi padre que corría hacia mí. La vista inundada no me dejó ver más.

Escuchaba voces a lo lejos que murmuraban. Una presión en el pecho molestaba mientras trataba de respirar. Toqué la superficie y tenía fin: no era líquida, no era vegetación, no era el fondo, no era el Paraíso. El sol quemaba y el agua dejaba el cuerpo. Nuevamente, percibí el aroma a coco. No estaba afuera, el juego no había acabado para mí todavía. “La próxima, no me sigas al otro lado, sin saber nadar”, dijo ella sonriendo nerviosa. Era tarde, creo, ya era muy tarde.