Querido amor,
Quizás estarás prendiendo tu computadora para revisar los
correos que has recibido, algunos del trabajo para coordinar las reuniones con
los directores de proyectos mineros; otros de amistades que buscan, tal vez, algún consejo porque siempre estas allí cuando
te necesitan, intentando mejorar sus ánimos, aun si el tuyo no sea el mejor. Lo
hacías conmigo cuando estresado quería renunciar al periódico y echar todo por
la borda. Esas personas se habrán percatado de esa disposición tuya, en estos
tiempos donde solo se escucha, pero sin prestar mucha atención en realidad. Tu
buen ánimo fue lo que me acercó a ti, esa paz que iluminas permitió iniciar una
conversación porque nunca tuve el valor de intentarlo; esa vez, al verte dentro
del autobús y compartir asientos fue la excusa para entablar la conversación
que nos unió. Confieso que me tomó quince días averiguar en la universidad tu ruta
e inventar ese encuentro fortuito.
Lo curioso fue conocer tu nombre: Holanda. Siempre me
preguntaba sobre la historia detrás de su elección y el por qué llamarte como el
país de los tulipanes, de los quesos, de Van Gogh, de la eutanasia. Me contaste
que tu padre, admirador de la Naranja Mecánica del 74, lo eligió porque
guardaba en la memoria a ese equipo de Cruyff y compañía que practicaba el fútbol total, llegando a la final de la copa mundial contra Alemania Federal,
donde Beckenbauer era el capitán. Nunca imaginé que el destino me pondría rumbo
a este lugar de molinos y campos de ensueño a encontrar la cura a esta
enfermedad que me deteriora el cuerpo día a día. Tengo cáncer.
Los diagnósticos fueron desalentadores: la enfermedad se
ha expandido por todo el estómago comprometiendo la vesícula, riñones e hígado.
Mi repentina pérdida de peso confirma que por dentro el deterioro es inminente.
El cansancio no permitía que cierre las ediciones de fin de semana cuando
llegaba a casa solo a dormir, no sin antes evacuar con sangre. No era estreñimiento:
el daño avanza acabando con todo a su alrededor, y debía callar y llevar por
dentro el dolor que ya no las tendría a mi lado. Esta decisión no ha sido a la
ligera sino pensando en ustedes, mi familia, que dejo porque quiero que me
recuerden como fui y no el cadáver que me estoy convirtiendo.
Recordaré los momentos que vivimos juntos, como cuando me
enseñaste a bailar salsa. El tener dos pies izquierdos había hecho que lo
pensara dos veces antes de ingresar a la pista de baile. Supuse que no haría el
ridículo como la vez que terminé arrastrado en el piso por la mamá de un
compañero de colegio cuando vio que era el único sin bailar y se ofreció a ser
mi pareja. “No se preocupe, señora. Estoy bien así.” dije pensando librarme de
ella, pero fue en vano porque agarró mi mano y al oponer resistencia, jaló con
fuerza y mis pies no reaccionaron al mismo tiempo que mis piernas, enredándome
y tropezando. Una vez en el suelo, limpie el lugar con mi camisa. La señora se
detuvo a los diez pasos que para mi fueron diez cuadras. No olvido las risas de
todos hasta ahora porque, estoy seguro, que fue en ese momento donde la palabra
vergüenza empezó a acompañarme. Fue atroz. Y en ese instante, que me ofreciste
tu mano para poder bailar, se me vino todo a la cabeza. No importó nada. Me
armé de valor y empecé a moverme a tu ritmo.
Era curioso porque decías que el baile no era tu fuerte,
pero allí estabas siendo la reina de la pista. Las personas alrededor miraban
tus movimientos que me dejaban consternado mientras trataba, sin efecto, de no
pisarte. Discúlpame, reina, pero solo fue por casualidad, y, lo confieso ahora,
por tu pasado bailarín, en parte. En un futuro, la pequeña tendrá la mejor
profesora de baile, de eso estoy seguro.
Holanda, no pienses que las he dejado a su suerte.
Encontrarás en la cuenta de ahorros que tenemos juntos, lo necesario para la
educación de nuestra hija y su sustento. Les dejo la parte de la herencia de mi
abuelo y los dos departamentos en San Isidro para que los alquiles como acordamos
tiempo atrás. Siempre fuiste buena en llevar la economía de nuestro hogar a
flote, y es ahora, donde necesito más de tu apoyo. Lamento no estar allí en los
próximos cumpleaños de nuestra pequeña, pero no deseo que las dos me vean en un
féretro lúgubre a punto de ser enterrado, sino que sepan que estaré con ustedes
siempre que me recuerden, a su lado.
Han sido muchas horas de vuelo y estoy a punto de aterrizar.
Recuerdo que mi padre vino alguna vez a este país y le encantaron sus calles.
Decía que parecían extraídas de libros de cuentos. Camino al hospital las
recorreré pensando en ustedes, mis amores. Será el camino más largo que tome
antes de este profundo sueño inducido por químicos al más allá. Siempre te
busqué, Holanda, y te encontré. Gracias por este cuento de amor que me hiciste
vivir día a día a tu lado, y por enseñarme que los pies izquierdos tienen
solución en la pista de baile.
Tuyo por siempre,
Pedro