Solo, allí, tan quieto, tan estático dentro de esa caja,
sin ganas de mirarte, pero debo porque pretender es lo que hemos tenido que
hacer durante quince años las que ahora estamos a tu lado, mis dos primas y yo,
de lo que tuvimos que olvidar para poder seguir. Y ahora que partes, no hay lágrimas
sino lástima y cólera. Tuviste a la larga lo que diste. Los adornos florales
llegan y esta casa, que alguna vez profanaste, ahora sirve de lugar de adoración.
Llegarán de todas partes porque tus hermanos querrán saber de ti ahora que
dejas esta tierra para saber cómo fue que te quitaron la vida.
Me encantaba jugar con los perros de la abuela, los tres
chanchitos: Lola, Pipo y Cuqui. Era hora de su baño ese día y me ayudaste. Mi
mamá trabajaba y en la casa habías venido a visitar. El almuerzo te lo serví
porque mamá dijo que vendrías a comer y ayudar a bañarlos. Eras mi preferido
por eso tenía todo listo para cuando llegaras. Comiste tan rápido que el baño
de los perros lo hicimos de inmediato con la manguera en el patio de atrás.
Aquel sol de febrero ayudó a secar el pelaje de los tres que, sin dudar,
escaparon apenas le abriste la puerta. Había quedado empapada. Te vas a resfriar si te quedas con el polo y short húmedos y, allí sí, tu mamá
me dirá mi vida, dijiste. Quítate la
ropa y ponte esta toalla encima. Hazlo
allí frente a mí. Nunca había escuchado una orden así de nadie, ni en el
colegio a los profesores ni a mi mamá, pero viniendo de ti, que llevabas dulces
en tu maletín cuando venías, que me dabas fuertes abrazos de oso desde que
tenía diez años cuando venias a visitarnos de vez en cuando para no estar tan
solas en la tardes no sonaba tan extraño.
Quédate allí parada, todavía no te vistas, dijiste.
Tus ojos me miraban de arriba abajo. Me ayudaste a
secarme, pero te tomabas mucho tiempo en hacerlo, me sentí incomoda porque allí
no me había tocado nunca. Sentí que algo no estaba bien, pero tu cara de
felicidad, ahora por mi pecho, me hizo devolverte el gesto. Sentía que tus
manos apretaban partes que nadie lo había hecho. Subimos a ver a mis primas que
veían Yo soy la comadreja. Te sentaste
a su lado y empezaste a acariciar el cabello de Camila mientras que Silvia te empezó
a hacer cosquillas allí en el medio del cuarto. Reíste y no dudaste en seguir
el juego. Ella corrió riendo, tú atrás la alcanzaste y tiraste en la cama. Ella,
encima de ti, reía disfrutando las cosquillas que le hacías tocando sus axilas.
Mire tu rostro y tenias la misma sonrisa que tuviste conmigo. Ven a jugar, dijiste. Te respondí que no
y me fui a mi cuarto a cambiar de ropa.
No
me digas nada, viejo llorón. Por eso te vas a poner a renegar, por diez soles. Esos
me lo debías de la otra vez que no pagaste las cervezas y yo puse por ti,
vociferaba El cholo Segis a don Eduardo, molesto por estar perdiendo en el
juego de tirar las monedas dentro del sapo. Lalo y Cenizo se reían. Era sábado por
la tarde y como siempre se reunían en su casa. Su esposa había salido a ver a
su comadre al mercado. Las cervezas venían y venían; al acabarse, una damajuana
de vino empezó a servirse. El juego terminó en pelea, y caíste, y de allí no
volviste más. Esos conocidos tuyos que frecuentabas desaparecieron dejándote en
el piso de la quinta donde vivías. Los gritos alarmaron a los vecinos, pero ya
era tarde. No se sabe en qué momento te fuiste. Todo fue tan inusual, tan fuera
de lo común como cuando nuestros actos rebasan la línea de nuestra real
personalidad y dejamos aflorar esas acciones que solo nosotros sabemos que
poseemos pero todos ignoran, esa personalidad oculta que solo aflora entre las
sombras, entre el silencio de cuatro paredes. Las investigaciones aún siguen
para hallar al culpable de tu muerte, esa persona que puede destrozar la
realidad y marcarte para siempre.
Las personas que llenaban la sala, entre familiares,
vecinos y amigos tuvieron que hacer un espacio cuando ingresaron los encargados
de llevar el ataúd. Las lágrimas de tus hermanos y hermanas eran sinceras; esas
personas que te estimaron, las que alegraste la vida, y las otras que lastimaste,
te recordarán por mucho tiempo antes que te esfumes de sus vidas. Camila
alcanzó a tocar tu última morada, Silvia rozó tu ventana con la punta de sus
dedos, y yo apreté la funda que cubría tu féretro. Todas nos miramos en un
momento recordando los días contigo y que, desde ahora, debíamos de guardar un
silencio aún más eterno del que hasta ahora tuvimos que ocultar, allí en medio
de todos, pero solas y confundidas por dentro.